viernes, 1 de octubre de 2010

EL CASTILLO DE TUDELA


EL CASTILLO DE TUDELA

Hace muchos años, hubo en el castillo de Tudela, una joven prudente y hacendosa, de singular belleza, entre otras cualidades. Tal era su fama, que se dice que había cautivado a cien hidalgos.
Su Padre, Don Ares de Tudela, era un anciano muy caballeroso. Las puertas del castillo siempre estaban abiertas a la necesidad, el dolor y la hospitalidad. A pesar de la edad, el noble todavía practicaba la caza, arte del que había sido siempre muy diestro.
Una tarde, reposaba el anciano, junto a su hija, en el salón del castillo, junto al fuego, cuando oyeron el aldabón sonar. A los pocos minutos, un criado se acercó al noble y le dijo que un moro, perdido en la niebla, solicitaba asilo para pasar la noche.
-“¡Hacedle pasad y preparar mantel y lecho! –dijo el anciano.
El sirviente se resistía, ya que se trataba de un moro, dijo.
-Sea moro o cristiano, mi deber como tal es dar posada a quien la suplica.-reiteró el anciano.
El árabe era un joven apuesto, de conversación chispeante y agradable. Por varias veces, durante la velada, pidió permiso para retirarse y por otras tantas, fue detenido por la joven hidalga, visiblemente nerviosa.
Al día siguiente, don Ares invitó al joven a participar en una cacería de osos. Aunque gélida, la mañana vaticinaba una interesante jornada. Otros nobles de la zona, los cuales habían sido invitados también, ocuparon sus posiciones. Cuando el oso salió de su guarida, fue a topar con don Ares, el cual arremetió contra el animal, pero con tan mala suerte que dejaron maltrecho al anciano.
Malherido, fue trasladado al castillo, pero a pesar de las atenciones de su hija y sirvientes, no pudieron curarse las heridas. Don Ares, conocedor de su final, hizo llamar a su hija y le hizo jurar que jamás abandonase el castillo, ni su fé, por nada y por nadie. La joven, así lo prometío.
Llevaba varios días el noble en el sepulcro, cuando el joven comunicó a la hija que tenía el propósito de marcharse ya. En la conversación, ambos se confesaron su amor, tomando como acuerdo el marcharse juntos.
Aquella noche, mientras preparaban todo para la marcha, se propagó un incendio en el castillo de manera inexplicable. Los criados corrían despavoridos, ya que el puente levadizo, debido a las llamas, había caído en el foso. Quedaba una salida secreta, donde se iban a dirigir los enamorados. De pronto, al final del pasadizo, flanqueando la puerta, apareció don Ares, blandiendo su espada en el aire, dispuesto a honrar el honor de su sangre. Nadie salió con vida del castillo. De aquellos muros, sólo quedaron las ruinas.